Los raros
Orton o el teatro 'ultrajantemente macabro'
Por Esther Peñas
12/06/2015
El teatro de Joe Orton (Leicester, 1933 - Londres, 1967) es poco conocido en nuestro país, como sucede con tantos otros dramaturgos contemporáneos (a las editoriales les cuesta el género). Acaso se le ubique gracias a la película de Stephen Frears, ‘Ábrete de orejas’, basada en sus propios diarios y en la biografía que escribiese John Lahr. Ocurre con más frecuencia de la que debiera que algunos artistas terminan convirtiendo su propia vida en la obra más codiciada por el público. Sociedad del espectáculo.
En algún momento se han representado sus textos, ‘El realquilado’, ‘El botín’, ‘Loot’ o la recién estrenada ‘Lo que vio el mayordomo’, pero algo falla. Porque el teatro de Orton es cruel, feroz, anarquista descreído, depredador. En inglés, ortonesque (ortonesco) se convirtió en un neologismo que significa 'ultrajantemente macabro'.
Uno lo lee y le brota el escalofrío, nunca la risa. En cambio, las representaciones (al menos las realizadas en suelo patrio) resultan más amables, se convierten en farsas capaces de ser deglutidas con cierta empatía. Como si Orton fuese un rebelde aceptado por el sistema. Quizás todos hemos dado por bueno aquella admonición de McLuhan de que “el medio es el mensaje” y nos equivocamos. Al menos, en parte. Si se adapta el mensaje al medio, si queda supeditado y en segundo plano, corre el riesgo de pervertirse. Y las adaptaciones transitan por ese proceloso terreno del medio y el mensaje.
Orton, alumbrado en una familia modesta, tuvo clara su vocación. Solicitó su admisión en la Royal Academy of Dramatic Art (RADA), en 1950, y fue aceptado. Allí, al año siguiente, conoció a Kenneth Halliwell, con quien se fue a vivir (primero compartiendo piso, después, oficio, más tarde, el amor). Halliwell tenía 25 años y Orton 18. Trabajaron juntos en varias novelas que no consiguieron publicar así que, desalentados, deciden escribir de manera autónoma.
Orton y Halliwell se procuraban sus particulares entretenimientos. Por ejemplo, robar libros en la biblioteca. Exactamente robar no sería el verbo. Alterar, más bien. Transformar. Modificaban las tapas, quedándose las originales para decorar las paredes de su apartamento. Un libro de poemas de John Betjeman fue devuelto con la fotografía de un hombre de mediana edad casi desnudo y lleno de tatuajes como portada.
Finalmente –tanto va la vasija al manantial...- les pescaron, se les acusó de robo y daño malicioso, y fueron condenados a seis meses de prisión. Habían adulterado más de setenta libros (hoy, conforma la exposición permanente de la biblioteca de Islington; cosas que pasan...)
A principios de los años sesenta, sus obras de teatro van representándose, bien en radio (como ‘El peluquero de niños’), bien sobre modestas tablas (como ‘El rufián en la escalera’). En 1964 estrena en el teatro New Arts Theatre ‘El entretenimiento del Sr. Sloane’, que cosechó mortíferos epítetos y una nada desconsiderada porción de encomios. Tras tres semanas de pérdidas, la obra repunta y se traslada a un coliseo con mayor capacidad. Poco después consiguió subirse en teatros de España, Nueva York, Israel y Australia, convertirse en una película y transfigurarse en producto televisivo.
A partir de ahí el éxito le pisa el paso, a pesar de sus crueles invectivas hacia todas las instituciones de orden público y moral (a saber, la Iglesia, la policía, los políticos, el matrimonio...) Sus personajes no tienen alma, eso los convierten en terroríficos y casi todos exhiben una disociación entre la depravación de sus actos y su pulcro lenguaje administrativo. Remiten vagamente a esa banalidad del mal de Arendt.
Una vez abierta la zanja en la cartelera oriunda e internacional, vuelve a retomar el trabajo conjunto con Halliwell, y pespuntan ‘Loot’, que ha de reescribirse multitud de veces por las tachas que encontraban en los productores teatrales. Desanimados, deciden tomarse un descanso en Tánger. En principio, una semana. Resultaron ochenta días de asueto. Bien empleados si nos atenemos a los resultados de la obra reformada a su regreso.
Orton disfrutaba del éxito, de cierta felicidad psicotrópica (Baudelaire la llamó artificial), estaba lleno de energía; en cambio Halliwell se encontraba anegado en una depresión e invadido por extrañas enfermedades (originadas por una tildada hipocondría).
Todo se precipita. El 9 de agosto de 1967, Halliwell golpeó a Orton hasta matarlo de nueve martillazos en la cabeza. Después se suicidó con una sobredosis de Nembutal. Los cuerpos los encontró un chofer que iba a recoger a Orton para una reunión donde se discutiría un guion que había escrito para The Beatles.
De Orton resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.